En lugar de reconocer sus prácticas abusivas, el Partido Comunista Chino ha respondido con amenazas a la legítima decisión de Estados Unidos de aumentar aranceles a productos chinos.
La posible imposición de un 50% adicional sobre sus exportaciones ha sido calificada por Pekín como “intimidación” y “chantaje”. La realidad es otra: China no está acostumbrada a que alguien le diga basta.
Durante décadas, el régimen chino ha utilizado subsidios estatales, manipulación de divisas y un sistema de trabajo esclavizado para conquistar mercados a costa de las industrias nacionales de Occidente. Cada fábrica cerrada en Estados Unidos, cada mina abandonada, cada puesto de manufactura destruido tiene una dirección de destino: Shanghái, Shenzhen, Pekín.
Y ahora que la administración Trump eleva el costo de esa injusticia, China reacciona con indignación, exige “diálogo equitativo” y acusa a Washington de proteccionismo. ¿Qué esperaba Pekín? ¿Seguir exportando masivamente mientras bloquea productos extranjeros, copia tecnologías, encarcela disidentes y financia guerras económicas encubiertas?
Trump no está chantajeando a nadie. Está restaurando el equilibrio perdido. Está aplicando las únicas herramientas que Pekín entiende: aranceles, presión, soberanía. Cada vez que un funcionario chino habla de “respeto mutuo”, lo que realmente quiere decir es: “déjenos seguir haciendo trampa sin consecuencias”.
Lo que molesta al Partido Comunista no es el comercio… es que alguien haya recuperado el valor de enfrentarlo. Y eso es precisamente lo que representa esta política arancelaria. No es contra China: es contra el modelo globalista que les permitió enriquecerse mientras destruían empleos en toda América Latina, Europa y, sobre todo, en Estados Unidos.
Ya era hora de poner un alto. Y lo que estamos viendo no es una guerra comercial. Es una reconquista de la dignidad económica.