Las llamadas “empresas públicas” —aquellas controladas por el Estado con recursos del erario— son uno de los grandes fraudes conceptuales del siglo XX. Vendidas bajo la retórica de la “justicia social” y el “interés nacional”, en la práctica son estructuras burocráticas ineficientes, corrompidas y políticamente manipuladas, que destruyen valor económico y perpetúan la dependencia ciudadana del aparato estatal.
¿A quién sirven realmente?
Nos han hecho creer que estas empresas “son del pueblo”. Pero el ciudadano común no tiene voz ni voto en su gestión, ni recibe dividendos por sus operaciones. En realidad, sirven a los intereses del gobierno en turno, a los sindicatos privilegiados y a las redes de contratistas que parasitan desde dentro.
- PEMEX (México): Más de 38 mil millones de dólares en pérdidas solo en 2024, con una plantilla inflada y producción caída más del 40% desde 2004.
- PDVSA (Venezuela): De ser la joya petrolera de Latinoamérica, pasó a ser chatarra chavista. Corrupción, colapso técnico y ruina financiera.
- Aerolíneas Argentinas: Más de 8 mil millones de dólares en pérdidas desde su reestatización. Servicio mediocre, rutas canceladas y sindicatos intocables.
La lógica perversa del Estado empresario
Una empresa privada vive o muere según el valor que aporta al consumidor. Una empresa estatal vive del presupuesto, aunque falle sistemáticamente. Si tiene pérdidas, se le rescata. Si fracasa, se culpa al “neoliberalismo”. El fracaso se socializa. La responsabilidad desaparece.
Y mientras tanto, el libre mercado queda distorsionado. ¿Cómo puede competir un emprendedor con una empresa que opera con subsidios, monopolios legales y protección política?
Instrumentos de poder, no de servicio
Estas empresas no están diseñadas para servir al ciudadano, sino para sostener redes de poder. Colocan operadores políticos, reparten contratos a empresas “amigas” y garantizan feudos sindicales. Son el botín perfecto del estatismo clientelar.
Privatizar es moral
No es un regalo al capital privado. Es una devolución de poder al ciudadano. Es romper con la lógica del saqueo legalizado. Privatizar es permitir que la competencia, la eficiencia y la responsabilidad sustituyan al privilegio, la opacidad y la corrupción.
Las empresas públicas no son un derecho: son un peso muerto. No representan justicia, sino sumisión fiscal. Hay que desmontarlas, sin nostalgia ni romanticismo.