Una de las metáforas más dañinas en el debate económico contemporáneo es la de la “teoría del pastel”. Esta noción, repetida hasta el cansancio por políticos progresistas y burócratas globalistas, sostiene que la economía de un país es como un pastel de tamaño fijo que debe ser repartido equitativamente entre todos los ciudadanos. Desde esa premisa absurda, se construye la narrativa de la “justicia social” como redistribución forzosa de la riqueza.
El problema: el pastel no es fijo
La economía no es un pastel cocinado una vez para siempre. Es un sistema dinámico de creación de valor. Lo que produce la riqueza de una nación no es su “reparto”, sino su capacidad de generar nuevos bienes y servicios mediante la iniciativa privada, la innovación y el libre mercado.
Cuando el Estado asume que la economía es un pastel fijo, lo único que hace es castigar al que produce y premiar al que no lo hace. Esa lógica conduce inevitablemente a la muerte del incentivo productivo. ¿Para qué invertir, trabajar o emprender si los frutos serán confiscados para “repartirlos”?
Impuestos como confiscación: el saqueo disfrazado
Bajo esta metáfora del pastel, los impuestos dejan de ser una contribución limitada al sostenimiento del Estado de Derecho y se convierten en un mecanismo de redistribución forzada. En otras palabras, robo legalizado para beneficiar a unos a costa de otros.
El progresismo fiscal plantea que “los ricos deben pagar más” simplemente porque tienen más. Pero en lugar de premiar el mérito, penaliza el éxito. Así, se desincentiva el ahorro, la inversión y la generación de empleo. Lo que empieza como “solidaridad” termina en decadencia económica y fuga de capitales.
Más allá del mérito: la riqueza premia el riesgo
Uno de los errores fundamentales de la justicia social es suponer que todos merecen lo mismo porque todos “trabajan” o “se esfuerzan”. Pero en una economía libre, la creación de riqueza no depende solamente del mérito, sino del riesgo asumido.
No es lo mismo cumplir un horario laboral con un salario garantizado, que invertir los ahorros de toda una vida en un proyecto incierto. El empresario, el inversor y el innovador asumen riesgos reales: pueden perderlo todo. Por eso, cuando el riesgo rinde frutos, la ganancia es legítima. No es privilegio, es consecuencia.
Premiar al que no arriesga y castigar al que sí lo hace con impuestos punitivos es la receta perfecta para matar la innovación y la movilidad económica. Porque sin riesgo, no hay crecimiento. Y sin incentivos, nadie emprende ni invierte.
La falacia de la justicia social
La justicia social, entendida como redistribución de ingresos, parte de la premisa de que el Estado sabe mejor que tú qué hacer con tu dinero. Pero no hay nada justo en quitarle a alguien el fruto de su esfuerzo y de su riesgo para entregarlo a otro por decreto. Es simplemente igualdad impuesta por la fuerza, incompatible con la libertad individual.
La verdadera justicia consiste en un sistema de reglas claras, derechos de propiedad protegidos y libre competencia, donde cada quien cosecha lo que siembra —y asume las consecuencias de lo que arriesga. Pero eso no conviene al burócrata que vive del asistencialismo ni al político que compra votos con dinero ajeno.
El pastel crece cuando hay libertad
En las sociedades libres, el pastel crece para todos. No por redistribución, sino porque la libertad de producir, comerciar e innovar permite expandir la riqueza. El capital fluye hacia donde es valorado, las personas prosperan según su esfuerzo y sus decisiones, y los servicios públicos pueden sostenerse sin destruir la economía productiva.
Mientras más se imponga la falsa teoría del pastel, más cerca estaremos del colapso fiscal y del fracaso económico. Es hora de abandonar ese mito infantil y apostar por lo único que ha funcionado a lo largo de la historia: la libertad económica.
En Americano Libertario defendemos un modelo donde el Estado no reparte pasteles, sino garantiza que nadie los robe.